lunes, 24 de abril de 2023

Colombia y las endebles democracias en América Latina

 Por Jorge Burgos García*
19-04-23
*Docente de Geopolítica, Relaciones Internacionales e Historia

La inédita victoria en las urnas del exguerrillero Gustavo Petro en Colombia, no debió tomar de sorpresa al ciudadano medianamente informado sobre el acontecer internacional, dado que responde a una tendencia regional: millones de ciudadanos hastiados de las promesas rotas de los gobiernos de Derecha, apuestan por el candidato de la corriente contraria. Solo cambia la coyuntura y el nombre de los actores, en este caso particular, la victoria se rubricó gracias la variopinta coalición política que logró tejer con partidos de la derecha tradicional, como el Liberal y el Conservador y de centroizquierda como la Alianza verde. 

El panorama de lo que ha ocurrido en América Latina en las últimas dos décadas, nos permite contemplar patrones comunes que vulneran nuestros sistemas democráticos y, por ende, aminoran las posibilidades de crecimiento económico y desarrollo sostenido. De esto, podríamos extraer lecciones valiosas o incluso, entrever lo que podría suceder en los próximos periodos presidenciales en Colombia y otros países de la región.

En cierto modo, es ser un poco cándido como ciudadano, cuando las conversaciones y debates en la antesala de las elecciones presidenciales de cualquier país de América Latina –tanto en los círculos políticos, los medios de comunicación y aún más en la calle-  se circunscriben mayormente a definir si es más conveniente un gobierno de izquierda o derecha. Poco importa el color ideológico, si quien se instale como primer mandatario seguirá disponiendo el andamiaje institucional del Estado al servicio casi exclusivo de los grandes gremios económicos nacionales y/o internacionales, como quedó patentado, tras el escándalo de Odebrecht.

En efecto, aunque nuestros países luzcan con realidades muy distintas a primera vista, en materia de Democracia hay patrones comunes inquietantes. Si tomamos como referente la esencia misma de este sistema político: laureado y vanagloriado por ser el que permite que el gobierno elegido, sea el que decide la mayoría de los ciudadanos. Esto sin la menor duda, es su gran fortaleza.  Pero, a su turno, es su gran debilidad, habida cuenta que lo que predomina en nuestras sociedades es una mayoría desinformada. 

Un segmento importante de ciudadanos, imposible de calcular con precisión en términos porcentuales –diría con moderación que al menos, un 30%- se colocan al servicio del mejor postor o se alinean forma intransigente (e irreversible) a una organización política determinada, que promoverán y secundarán con celo hasta el final, sin sopesar, si sus propuestas son idóneas para afrontar las circunstancias particulares que esté transitando su país. Sin embargo, lo más común en términos numéricos, cuando se trata de elecciones presidenciales, es que se encarrilen ciegamente por lo que amigos, conocidos o destacados políticos del escenario local o nacional dictaminen como la mejor opción. Lo cuestionable aquí, es que su voto NO esté determinado por sus conocimientos y análisis de propuestas, si no por lo que “escucharon decir por ahí” de X candidato.

En concreto, dos particularidades lesionan severamente al sistema democrático y se han presentado de manera recurrente en América Latina en lo transcurrido del siglo XXI:

1. La polarización. Y como derivado de esta nociva tendencia, un número importante de votantes, decepcionados de la gestión del mandatario de la corriente política polar victoriosa (sea de izquierda o derecha), salten en la siguiente elección presidencial, a escoger al candidato del otro polo político.

2. La confianza absoluta que deposita un significativo segmento de ciudadanos en un Político acreditado -en múltiples casos, al mismo tiempo, desacreditado por otros sectores- para que pueda dictaminarnos quien debiera gobernarnos si él no puede hacerlo en primera persona.

Respecto al primer punto, los patrones de polarización y cambios relativamente extremos en la escena política de los Estados de la región resaltan a la vista. Observemos con atención los siguientes casos. En Brasil, del gobierno de izquierda de Dilma Rouseff (destituida en 2016 por el parlamento, su periodo lo concluyó el vicepresidente Michel Temer) se transitó a la otra orilla bruscamente, representada por el gobierno derechista de Jair Bolsonaro.  Chile, en 2022 dejó atrás la línea de Derecha que encarnó Sebastián Piñera, para apostar por la corriente izquierdista que abandera el joven presidente Gabriel Boric. 

En El Salvador, el gobierno de izquierda de Salvador Sánchez Cerén del partido Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (la guerrilla que se transfiguró en partido político tras el fin de la guerra civil a principios de los 90) ha dado paso desde junio de 2019 al camaleón político Nayib Bukele (hasta hace unos años, miembro del partido político del presidente que le precedió) quien gobierna actualmente, figura al frente de una coalición de derecha y ha ejercido el cargo con marcados tintes de autoritarismo. Argentina, decepcionada de la dudosa gestión económica y política de Cristina Fernández de Kirchner, en las elecciones de 2015 optó por elegir como presidente al derechista Mauricio Macri. México en 2018, el gobierno de derecha del tradicional PRI que personificaba Enrique Peña Nieto, fue sustituido por uno de izquierda, en cabeza de Andrés López Obrador, quien gobernará hasta 2024

En Ecuador, hastiados de la influencia del expresidente –¿dictadorzuelo? - Rafael Correa y lo que denominan el Correísmo, optaron en 2021 por elegir un gobierno de derecha abanderado por el empresario Guillermo Lasso. En Honduras, el gobierno de derecha de Juan Orlando Hernández (quien ejerció el cargo entre 2014 y principios de 2022, tras haberse hecho reelegir en medio de una colosal controversia en 2018, pues, la constitución hondureña lo prohibía) ha cedido su lugar a Xiomara Castro que representa al partido de izquierda, Libertad y refundación. 

El caso de Perú es desconsolador; del gobierno de izquierda que lideró el exmilitar Ollanta Humala, hicieron tránsito en 2016 hacia un gobierno de derecha, en cabeza del próspero empresario Pedro Pablo Kuczynski. La renuncia del presidente en marzo del 2018 (debido a la difusión de unos vídeos que dejaban entrever arreglos económicos entre miembros de su gobierno con parlamentarios. Más tarde, el presidente fue vinculado al escándalo Odebrecht) abrió un periodo de inestabilidad política que no ha cesado. En estos 5 años, el país tuvo tres presidentes temporales, hasta que el año pasado se celebraron elecciones y resultó vencedor el candidato de izquierda Pedro Castillo, cuyo gobierno a duras penas, perduró poco más de un año. En el fondo, más allá de las circunstancias específicas, era más que patente, que no estaba capacitado para ejercer la primera magistratura de la Nación. 

En lo que respecta al punto dos, la fe de millares y millares de votantes -no solo en América latina si no en cualquier país donde impere la Democracia- de respaldar a un candidato presidencial determinado por recomendación de quién ejerce el cargo o quién ya lo ha ejercido (aunque en teoría no debiera tener participación en política los mandatarios en ejercicio de poder, esto no suele cumplirse en la práctica) en principio no parece ser censurable. Se presume, que tienen la noble intención de darle continuidad a lo que estiman exitosas políticas en los distintos órdenes, asegurando, por el bien de la Nación, que su legado no sea dilapidado.  No obstante, en nuestra región esto no suele resultar del todo bien. Veamos algunos casos estelares. 

Venezuela, a la que no se hizo mención en el punto anterior, para dedicarle enteramente este espacio, en virtud de que reúne las dos condiciones que tanto laceran a una Democracia.  En 1998, los venezolanos, saturados del continuismo e inoperancia de los partidos tradicionales, escogen al ex coronel Hugo Chávez, expresión máxima de la izquierda, como nuevo presidente de la República. Un giro radical en el escenario político venezolano, que fijó, además, un hito para toda América Latina, pues, el controvertido mandatario, admirador a ultranza del comunista cubano Fidel Castro, implantó lo que denominó Socialismo del siglo XXI, y catapultado por los altos precios de petróleo en buena parte de la primera década del siglo en curso, pretendió convertirse en un líder regional, impulsando iniciativas sin mucho futuro en el mediano y largo plazo como PETROCARIBE y el ALBA. 

Su inesperada enfermedad y muerte prematura a comienzos de 2013, que coincide con una severa tendencia a la baja del precio de petróleo, no le impidió que, en sus últimos meses de vida, les enseñara a los venezolanos, defensores de su “revolución”, al personaje que debía ser su heredero: su exministro de relaciones exteriores, Nicolás Maduro (quién ganó por estrecho –y dudosísimo- margen las elecciones celebradas en abril de 2013). Desde luego, no hace falta extenderse, para inferir, que el continuismo de la revolución chavista, en estos años –acompañado de la precaria modernización en el sector petrolero y del desestabilizador papel jugado por el Estado en la economía -produjo una honda crisis económica y como subproducto de esta, un asombroso flujo migratorio de venezolanos, como no teníamos antecedentes recientes en el continente, que marcharon en busca de un mejor futuro, más allá de sus fronteras. 

Por su parte, en Brasil, durante los dos mandatos consecutivos del izquierdista y exsindicalista Luiz Inacio Lula da Silva (2003-2010), se generó la ilusión de que el crecimiento económico y desarrollo social sería la tendencia prevalente a largo plazo. Múltiples analistas expresaron con optimismo desbordado que Brasil se encarrillaba, no solo como una economía emergente sólida, sino como una nueva potencia del escenario global.  Estos buenos tiempos, permitieron que Lula encomendara al pueblo brasileño que su legado estaría en buenas manos, si eligiesen a Dilma Roussef. En efecto, así sucedió. Ella, incluso, fue reelegida en 2014, pero, su segundo mandato terminó en tragedia: destituida, tras un juicio político, por presunta violación de la ley presupuestaria e implicaciones posteriores en el escándalo que sacudió a PETROBRAS. 

No obstante, la baja popularidad y las dificultades económicas y políticas que atravesó el gobernante derechista Jair Bolsonaro, abrieron el camino para que el viejo e influyente expresidente Lula da Silva sugiriera quien debía sustituir a Bolsonaro a principios de 2023: ¡el en persona! De esta manera, la izquierda retomó el control del Estado el gigante de Suramérica. 

En Argentina, Néstor Kirchner, presidente entre 2003 y 2007, logró reflotar la economía nacional, tras la debacle vivida en 2001 y con ello, pudo allanar el sendero para que su esposa, Cristina Fernández, le sustituyera en el palacio presidencial, entre 2008-2015 (como Dilma en Brasil, logró ser reelegida en 2011). Dándole continuidad a lo que los medios de comunicación denominaron Kirchnerismo, movimiento catalogado de centro-izquierda. Sin embargo, durante el segundo mandato de la señora de Kirchner, la inflación empezó a repuntar por encima del 10%, en una tendencia persistente y creciente que se extiende al presente. Los cuestionables resultados económicos y algunas medidas de talante autoritario, conllevaron a que los argentinos abandonaran su fe en el Kirchnerismo y optaran por peregrinar la senda política opuesta -como ya comentamos en el apartado anterior- con la elección de Mauricio Macri. 

La economía siguió postrada, y como podrá figurarse, de cara a las elecciones de 2019, la expresidenta Cristina Fernández –pese a los señalamientos judiciales en su contra- se reinventó fundando una coalición de izquierda a la que denominó Frente de todos y consiguió que una mayoría suficiente de argentinos creyeran en su recomendado: Alberto Fernández (jefe de gabinete durante el mandato de Néstor Kirchner) y ella misma, como su fórmula vicepresidencial. La situación económica sigue sin mejorar significativamente y es sabido que la relación entre presidente y vicepresidenta está rota. No es difícil vaticinar lo que probablemente ocurra en la próxima contienda presidencial.

Por otro lado, contemplemos el panorama más al norte, en Ecuador. Luego de un periodo prolongado de inestabilidad política (1996-2007) Rafael Correa, con manifiesta inclinación hacia el despotismo, gobernó ininterrumpidamente, tras ser reelegido, por 11 años (llegó al poder en 2007 y fue reelegido en 2009 y 2013) encarnando a la izquierda y lo que el designó como Revolución ciudadana. Su gestión económica le granjeó el apoyo de una parte significativa de la ciudadanía, lo que allanó el camino para su larga permanencia –inusual en la democracia ecuatoriana de los últimos decenios- al frente del país. 

En la subsiguiente elección, se encargó de avalar la candidatura de su vicepresidente entre 2007-2013, Lenin Moreno. Desde luego, el hombre de Correa se impuso en las presidenciales. Lo que causó sorpresa, es que al poco tiempo Lenin Moreno y Correa pasaron a ser enemigos políticos. El presidente Moreno, denunció corrupción y despilfarro de recursos estatales durante la gestión de su predecesor. En respuesta, en las últimas elecciones, celebradas el año pasado, Rafael Correa, que está radicado en Bélgica (y sobre quién pesa una sentencia condenatoria de la justicia ecuatoriana desde 2020) sugirió al pueblo ecuatoriano votar por Andrés Arauz, quien resultó vencido en la segunda vuelta presidencial. El desprestigio del despótico expresidente en su país –a la luz de este resultado electoral-   es palmario.

Todo este peregrinaje por distintos escenarios de América Latina dibuja meridianamente como las Democracias se fragilizan, cuando el debate político deviene en una polarización radical en la que se anteponen los intereses partidistas y/o personales. No hay ánimo de conciliarse y formar coaliciones –que sean una genuina expresión de que se deponen las diferencias- encaminadas a hacer que el aparato estatal genere, de manera sostenida en el tiempo, oportunidades para los segmentos con más necesidades básicas insatisfechas. 

Lo único que pareciera importar, es llegar a como dé lugar a la presidencia, a efecto de seguir acentuando las diferencias políticas y promulgar una serie de medidas y leyes que beneficien prioritariamente a los grupos económicos y políticos, que merced a su respaldo, posibilitaron el triunfo electoral en las urnas. El costo económico y social de esta insana forma de gobernar no es posible cuantificarlo con exactitud, pero es consabido que enmaraña sobremanera el desarrollo general de una nación. Como advierten Daron Acemoglu y James Robinson en su best seller Por qué fracasan los países (un libro de obligatoria lectura si se quiere comprender las raíces de las inmensas diferencias que siguen existiendo entre los Estados):

 Es el proceso político lo que determina bajo qué instituciones económicas se vivirá y son las instituciones políticas las que determinan cómo funciona este proceso…determina si los políticos son agentes (aunque sean imperfectos) de los ciudadanos, o si son capaces de abusar del poder que se les confía o que han usurpado, para amasar sus propias fortunas y seguir sus objetivos personales en detrimento de los ciudadanos…

Es evidente que en América Latina han predominado, políticos del segundo tipo, que además de engrosar sus finanzas, hacen inflar las de la gente de bien -tal vez diríamos oligarcas, si estuviéramos refiriéndonos a Rusia- que auspicia sus campañas políticas.

Dentro de este contexto regional, lo acaecido en Colombia en las últimas décadas ha seguido con sus propios matices, el patrón descrito en el seno de las endebles Democracias latinoamericanas. Ahora bien, es necesario resaltar dos novedades de 1er orden que se presentaron en la transición del siglo XX al XXI que coinciden con la vituperada administración del conservador Andrés Pastrana (1998-2002)

A. Ningún candidato que represente de manera oficial a los partidos tradicionales -liberal y conservador- ha ganado desde entonces.


B. El conflicto armado interno se intensificó notoriamente, mientras paradójicamente, el gobierno de Pastrana adelantaba un dilatado y estéril proceso de paz con la guerrilla más grande y poderosa del país, las FARC, al tiempo que, las denominadas AUC, en cabeza de los hermanos Castaño, se diseminaban y cubrían de terror múltiples zonas de la geografía nacional.

El sonoro fracaso del proceso de paz con las FARC, al que Pastrana puso fin, tras más de 3 años de fallidas negociaciones, en febrero de 2002 (esto es, en la recta final de la campaña presidencial) allanó el camino de la victoria del candidato presidencial que apenas un año antes, a la luz de las encuestas, tenía mínimas probabilidades de victoria: el disidente del partido liberal, Álvaro Uribe.   

A partir de su elección en 2002, la historia del país ha estado signada por sus decisiones, similar al caso de Lula Da Silva en Brasil. Casi que coincidieron sus dos periodos presidenciales consecutivos. Tanto Uribe, como Lula, se convirtieron –aunque en orillas ideológicas contrarias- en una especie renovada de Gamonales nacionales. Álvaro Uribe gozó de una alta popularidad, sustentada en importantes logros: el mejoramiento ostensible de la seguridad en el país, un periodo de crecimiento económico del PIB, que se extendió por varios años y la disminución moderada de la tasa de desempleo. No obstante, tras su reelección en 2006, salpicada por el escándalo de la Yidispolítica y, ante la decisión de la corte constitucional de cerrarle el paso a la posibilidad de un 3er mandato consecutivo, decidió respaldar a su exministro de defensa, Juan Manuel Santos en su aspiración de sustituirle (otro disidente liberal). Igual que sucedió con el caso Lula en Brasil, el candidato de Uribe, se alzó con la victoria en las elecciones presidenciales de 2010.

Al poco tiempo de estar ejerciendo el poder Juan Manuel Santos, la luna de miel con su mentor, llegó a su fin. El restablecimiento de relaciones diplomáticas con la Venezuela de Hugo Chávez, entre otras cosas, hicieron que, el ahora influyente expresidente Álvaro Uribe, se distanciara abismalmente del presidente en ejercicio. Caso muy semejante, en este punto, al de Rafael Correa y Lenin Moreno en Ecuador. Al igual que Correa, Uribe no se quedó de brazos cruzados ante la “traición” de Santos y optó por crear un nuevo partido político en 2012, para hacer oposición con todas sus fuerzas, al ahora primer mandatario. De esta coyuntura, nació el Centro Democrático. 

En las elecciones de 2014, Santos, gracias a la ventana de la reelección que abrió Uribe, consiguió hacerse reelegir, venciendo al candidato del recién creado Centro democrático, el exministro de Economía Óscar Iván Zuluaga. El pilar de la victoria de Santos, fue la promesa de llevar a feliz término las dilatadas negociaciones de paz que, desde 2012, adelantaba con los máximos cabecillas de las FARC. Desde la oposición, Uribe y sus partidarios se mostraron sumamente escépticos sobre este proceso. 

En septiembre de 2016, Santos anuncia con alborozo al mundo que Colombia había firmado la paz y entraba en la etapa de posconflicto. Esto le valió múltiples reconocimientos internacionales, entre ellos, la adjudicación del premio nobel de paz. Entretanto en Colombia, las críticas del Uribismo arreciaron en contra del acuerdo de paz firmado, dado que se interpretó como una “entrega del país a las FARC”.

Es de recordar que este histórico acuerdo, quedó envuelto en la polémica, tras la celebración de un referendo convocado por el presidente en octubre de 2016 para refrendar lo firmado, en el que por estrecho margen, el No al acuerdo –promovido por el Centro Democrático-  se impuso. Este tropiezo impensado, llevó al gobierno Santos, fundado en las mayorías que tenía en el congreso, a incluir algunos cambios en el acuerdo de paz sugeridos por la oposición encabezada por Uribe y renglón seguido, consiguió que fuera aprobado a las volandas en el seno del órgano legislativo en la última semana de noviembre de 2016, justificándose, en que los parlamentarios son representantes directos de la voluntad popular. 

En las elecciones de 2018, como era de presumir, el Centro Democrático sostuvo su campaña criticando virulentamente el acuerdo de paz firmado con las FARC. Por consiguiente, Colombia no se escabulló de la creciente polarización que ha mancillado a América Latina. Sus votantes acudieron a las urnas para elegir entre 2 candidatos que representaban como, en las más recientes elecciones de Chile, los márgenes del espectro político: el candidato de Derecha, Iván Duque y el de izquierda, Gustavo Petro. Colombia, un país en el que la Derecha ha tenido históricamente bastante peso, eligió al candidato del Uribismo: el joven y poco curtido en la arena política, Iván Duque, cuyo cargo público más notorio a la sazón, había sido el de senador de la república en el periodo 2014-218. 

Lo que debe ser contemplado con nitidez, luego de esta breve crónica de la evolución política que ha presentado Colombia a partir de 2002, es que la figura de Álvaro Uribe -como la de Lula en Brasil, Correa en Ecuador o Cristina Fernández en Argentina-  ha sellado el debate nacional y ha arrastrado a la mayoría de votantes a elegir entre 2 corrientes políticas que manifiestan en cada discurso, posturas irreconciliables. Muchas de las discusiones acaloradas en la calle o en una cafetería, están focalizadas en ser Uribista o anti-Uribista, o en términos equivalentes, ser Petrista o anti-Petrista. 

Las laceraciones que genera en las Democracias son palpables. Un ejemplo bastará para ilustrarlo: los casi 7años de la firma del acuerdo de paz con las FARC. Al respecto, pueden hacerse los cuestionamientos que se quieran a lo pactado en cada uno de los 6 puntos que componen el acuerdo. Empero, lo firmado era la mejor oportunidad creada para llevar las instituciones del Estado a nuestras comunidades rurales históricamente abandonadas. Obviamente, esto no era rentable en términos políticos para la oposición agazapada en el Centro Democrático y otros partidos de Derecha, entre quienes se cobijan los grandes terratenientes del país.

Hacer críticas constructivas y sumarse al esfuerzo de paz no era su propósito, sino hacerlo ver como una entrega del país a las FARC, una capitulación del Estado frente a una organización terrorista, a sabiendas que toda negociación de paz implica conceder dolorosas –y costosas- concesiones al grupo armado que se desea desmovilizar, puesto que no pudo ser derrotado de manera definitiva por la vía militar. Lo cierto es que, a día de hoy, los avances en la implementación del acuerdo de paz en el transcurso del gobierno de Iván Duque han sido lentos e insuficientes (puede constatarse en este informe de la Universidad de los Andes de enero de 2022, titulado Evaluación de la implementación del Acuerdo de Paz: https://uniandes.edu.co/es/noticias/dificultades-y-propuestas-sobre-la-implementacion-del-acuerdo-de-paz-firmado-entre-el-gobierno-colombiano-y-las-farcep).

El célebre historiador británico Eric Hobsbawm en su clásico Historia del siglo XX aseveró que los Historiadores sirven para recordar lo que otros quieren olvidar. Agregaría que sirve no solo para quienes quieren olvidar la Historia, sino para quienes no la conocen en absoluto o solo tienen nociones. Colombia, como ya ha sucedido en los países citados, afrontó una contienda electoral en 2022, en la que, dados los bajos índices de aprobación que desde los primeros meses de mandato, presentó el gobierno de Iván Duque, debía elegir entre un candidato de Izquierda, que generó toda suerte de incertidumbre y desconfianza –especialmente entre las clases media alta y privilegiadas- en cuanto al tipo de programa económico que pudiera implantar y un candidato de Derecha que, potencialmente encarnaría el continuismo del Uribismo en el poder. 

En este sentido, alineada con el patrón electoral predominante en América Latina, en Colombia las opciones políticas de Centro se mantienen opacadas y con pocas posibilidades. Por una parte, por sus propias contradicciones y disputas personales, la denominada Alianza de Centro Esperanza se restó mucha credibilidad, lo cual, como era previsible, se vio constatado en la baja votación obtenida por el candidato ganador de su consulta interna, Sergio Fajardo. Por otra parte, no es menos cierto, que influye la creencia arraigada en amplios sectores de la ciudadanía, de que votar por el candidato que marcha tercero en las encuestas es un voto perdido. De esta forma, se afianzó la lucha entre los dos titanes que, en las últimas semanas del calendario electoral, encabezaron los sondeos preelectorales. 

A manera de colofón, es imperioso tener presente que toda nación polarizada en materia política, paga un alto precio. El deterioro que produce en la Democracia es apreciable, pues, no importa demasiado quién gane, porque lo que suele ocurrir tras las elecciones, es que el bando ganador excluirá de cualquier acceso a cargos relevantes, a quienes sean parte de la corriente política antagonista. Estos, en retaliación, dispondrán a lo largo del mandato de aquel, de una artillería de críticas y un bloque de oposición en el congreso, cuyo fin primario es generar un impacto favorable a su causa en la opinión pública, para de este modo, allanar el camino en las siguientes elecciones.

El Estado, desdichadamente, se sigue viendo como un botín a repartir: cargos burocráticos de 1er, 2º orden –y todos los demás órdenes menores- para sus partidarios y leyes favorables a los intereses de los grupos económicos que le hayan respaldado. En últimas, retrata como los políticos –sin importar el ropaje ideológico que vistan- priorizan sus intereses particulares sobre los NACIONALES. Aseguran con su actuar, que la estabilidad política necesaria para impulsar una senda de crecimiento económico y social a largo plazo siga postergándose.

Las lecciones elementales de Democracia que han proporcionado los otros países de la región en lo corrido del siglo XXI, que han atravesado un contexto político-electoral semejante al de Colombia, parece que tardarán en ser asimiladas.







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